Fotografía, oficio y memoria

Benjamín Cuéllar, abogado y politólogo salvadoreño, fundador y secretario ejecutivo del Centro Fray Francisco de Vitoria, en México (1984 a 1991). Dirigió el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana <José Simeón Cañas> En El Salvador. Miembro fundador de Víctimas Demandantes, VIDAS.

Chalatenango. El Salvador. Enero 1992. Retrato guerrillero.

Perquín, El Salvador. Enero 1992

San Salvador, El Salvador. Enero 2022. Se cumplieron 30 años de la firma del último de los acuerdos mediante los cuales terminó el encarnizado y dilatado conflicto que enfrentó, en El Salvador, a las fuerzas militares gubernamentales e insurgentes durante once años. Inició este el 10 enero de 1981 y concluyó el 16 enero de 1992. Esa confrontación armada, obvio, no surgió de la nada. Sus causas internas: exclusión social y miseria extendidas, falta de espacios para ejercer una oposición democrática frente a la dictadura, represión oficial contra quienes luchaban por cambiar el estado de cosas y accionar guerrillero creciente. Eran esos los ingredientes de una “olla de presión” que al cerrarse sus válvulas de escape después del expedito conflicto bélico con Honduras al final de la década de 1960 –migración y mercado– e incrementarse la temperatura política durante los siguientes años… ¡explotó! Pero los bandos en contienda resolvieron, mediante el diálogo y la negociación, callar sus fusiles.

Chalatenango, El Salvador. Columnas guerrilleras esperan a ser desmovilizadas bajo supervisión de Naciones Unidas.
Morazán. 1992
Hasta acá, todo parecía ir bien. Pero los suscriptores de los acuerdos mencionados fallaron: cumplieron formalmente varios compromisos adquiridos, mal cumplieron algunos e incumplieron otros. Entre estos últimos, el de superar la impunidad llevando a los tribunales los casos de graves violaciones de derechos humanos, crímenes de guerra y delitos contra humanidad, independientemente de a cuál facción hubiesen pertenecido sus responsables. Así las cosas, el mensaje lanzado ya no sería el de que en adelante nadie estaría por encima de la ley; ocurrió todo lo contrario: dependiendo quién fuese la víctima y quien el victimario se impartiría o no justicia.

Con base en esa impunidad no superada sino fortalecida, en la actualidad el país está transitando una senda ya recorrida y conocida por quienes la caminaron; conocida esta, como también su destino. Y es que Nayib Bukele, quien asumió la Presidencia de la República el 1 de junio del 2019, a estas alturas ya controla toda la institucionalidad que apenas comenzaba a levantar vuelo y la ha secuestrado para ponerla al servicio de sus desaforadas ambiciones, parte esencial de los intereses de su grupo familiar. Entre los recursos que está utilizando para ello se encuentra el de la historia que, en ocasiones bastante recurrentes, rechaza o distorsiona sin recato alguno.

Últimos días de la guerra

Chalatenango. 1992.Tropas guerrilleras se concentran en puntos neutrales.
San Salvador. 1992. Tropas oficiales reciben la orden de acabar con operaciones contra insurgentes.

Así, el 17 de diciembre del 2020 dictaminó que la guerra y los acuerdos que le pusieron fin eran una “farsa”. ¿Por qué?, se preguntó y se respondió asegurando que los segundos no habían “traído ningún beneficio para el pueblo salvadoreño”. Lo expertos de la llamada “justicia transicional”, término confuso y seguramente incomprensible para las víctimas de las atrocidades ocurridas, dan cuenta de sus cuatro componentes: verdad, justicia, reparación integral y garantías de no repetición. Y manosear la historia atenta contra estos. Oculta la verdad, negándola o alterándola; impide que se imparta justicia o propicia que se retuerza; degrada la posibilidad de reparar cabalmente a las víctimas por los profundos daños que les causaron; y es, contrario a lo que debería buscarse, garantía de repetición de la barbarie.

En la hora actual salvadoreña, pues, la perversa desmemoria inducida desde arriba y desde afuera de la real realidad nacional –esa cuyos impactos negativos los padecen las mayorías populares– nos plantea grandes desafíos abajo para mantener vivo el recuerdo de tanta dolorosa muerte. Quienes no sufrieron las desgracias de la violencia política en la década de 1970 y la suma de esta con la bélica durante la siguiente deben conocer las causas de la guerra, su desarrollo, la forma de finalizarla, lo que se debió hacer tras el cese del fuego y no se hizo, lo que sí se hizo y se tradujo en avances –pocos pero, a final de cuentas, avances– y lo que falta por hacer en estos tiempos en los que la poesía y la belleza son “extrañas palabras” según Aute; “¿serán un conjuro?”, pregunta este.

Columna guerrillera rumbo a su zona de concentración.

Pero además asegura que “hoy cualquier cerdo es capaz de quemar el Edén por cobrar un seguro”. En definitiva, eso está ocurriendo hoy en El Salvador. Por ello, más que nunca es necesario que la imaginación y la pasión se instalen sobre las burocráticas misión y visión; que la creatividad fluya y que esta influya en nuestra realidad. Y en eso, Gerardo Magallón con su obra sobre las negociaciones para finalizar los combates en mi país así como los eventos que le siguieron es –además de arte y oficio de los buenos– arma poderosa en defensa de la memoria y, bien usada, valiosa garantía contra la amnesia y la repetición de las atrocidades pasadas.

Eso son las miradas de la niñez captadas en el campo de batalla, la sonrisa chimuela del combatiente y la hermosa de la joven mutilada, el baile de las parejas combatientes, el improvisado y llanero fútbol entre rivales del mismo bando guerrero, el obispo con los comandantes y estos con los coroneles, las galas oficiales finales, la plaza en pleno festejo… Por todo esto, ¡gracias mil querido maestro Magallón!

Enero 1992. Chalatenango. Combatientes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional se concentraron en una zona neutral designada por Naciones Unidas para El Salvador, ONUSAL, en espera de ser supervisados para su desmovilización y retorno a la vida civil.
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